Sierra Mágina, de corazón abrupto

La Sierra Mágina (Jaén) es, sobre todo, altura, viento y roca. Imponentes cumbres y magníficos riscales dibujan el corazón abrupto de estas tierras erigidas a golpe de plegamiento, donde el visitante se interna, a fatigado paso y pendiente arriba, cada vez un poco más en la soledad. No en vano, en pleno puente de la festividad de El Pilar y a lo largo y ancho -muy ancho- de esta orografía apenas nos hemos cruzado con media docena de visitantes. Y éste es otro de sus mejores alicientes.

Las alturas saludan desde lo lejos y hacen reconocible a este paraje de alta personalidad. Por ejemplo, se distingue perfectamente, como una isla flotando sobre los olivos, al descender por el oeste la sierra de Cazorla.

Una vez en el interior, se comprueba que este parque natural es agreste y montaraz. En sus peladas espaldas cabrían manadas de muflones, y sus bosques podrían albergar ciervos y gamos. Algún cérvido habría, pero no los vimos. Curiosamente tampoco nos cruzamos con jabalíes ni conejos. Sin embargo, cabras hispánicas, quebrantahuesos, buitres leonados, águilas varias, decenas de arrendajos -notorios por su escandalera- y multitud de pajarillos adornan sus ya de por sí fabulosos paisajes, salpicados por una original y diversa flora.

De hecho, aquí se puede contemplar el mayor cornicabral de Europa, que florece entre abril y mayo, y una de las más importantes masas naturales de adelfa de la Península, que se viste de rosa en primavera y verano.

El macizo ofrece varios recorridos. Allá donde reposa la mirada, todo es un gusto. Al ascender desde algún caserío blanco del entorno, se atraviesan o se ven en los alrededores bosques mixtos en los que destacan las encinas y los majuelos, entre otros árboles y arbustos. Éstos continúan en la alta montaña, pintando de naranja el otoño, y a ras de suelo nacen preciosas quitameriendas, el cojín de monja y varios endemismos como un cardo característico (el Jurinea fontqueri). El agua, que aunque no siempre se vea se hace muy presente, ha modelado impecablemente este sustrato kárstico. Y no sólo aquí, en el pequeño pueblo en el que nos alojamos que roza por fuera el perímetro del parque natural, Arbuniel, el nacedero del río ha ofrecido la posibilidad de derivar su caudal en varias acequias que avanzan ante las mismas puertas de las casas, en un camino que merece la pena ser paseado; y en el centro de Bélmez de la Moraleda surge otro torrente.

El Parque Natural de Sierra Mágina no es, en realidad, muy extenso. Ocupa casi 20.000 hectáreas y forma parte de la Cordillera Subbética. Su cara norte se asoma sobre la depresión del Guadalquivir, y la sur tiene su continuación en los Montes Orientales. El techo de la provincia, el Pico Mágina, impacta con sus 2.167 metros. En este macizo alcanzar las alturas es el premio. Y bien merece una respetuosa visita para que todo continúe como está.

Nuestro viaje, in crescendo

El viaje empezó de forma sencilla y fue in crescendo. La primera parada, en el Centro de Visitantes de Mata-Bejid, nos legó un mapa algo desconcertante y una copiosa información por parte de la monitora. De las dos rutas propuestas, que completamos, nos quedamos con la llamada del Peralejo, que parte del mismo centro y vuelve un poco más alejado. A la ida nos detuvimos en las charcas, donde en su momento se puede ver al sapo corredor -no estaba en estas fechas- y a la vuelta nos gustó cómo la ruta se internaba en el bosque, las vistas en altura y el dorado bosquete de chopos que, según los folletos, no podíamos perdernos.

El segundo día nos acercamos a la mítica Bélmez de la Moraleda, envuelta aún en el misterio de sus famosas caras, y a su pedanía de Belmez. En la subida que desde el Puente del Gargantón parte hacia el Mirador nos sobrevolaron un gavilán, un halcón peregrino en vuelo picado y un par de águilas reales, mientras que en la estrecha ruta que se adentra hacia el nacimiento del mismo nombre escuchamos, a lo lejos, chovas y los ecos de un pastor que, al parecer, había perdido un par de vacas. Esta segunda senda deja enseguida la protección del bosque y, encaramada en la inclinada loma, sale a la impenitente solana. Pero el calor se nos olvidó al adueñarse el paisaje de nuestros ojos. Ahí estaban los picos pétreos, heridos por la luz del sol, reverberantes, empequeñeciéndonos en su grandiosidad. La pequeña incursión de reconocimiento había merecido la pena, y ha dado pie, sin duda, a preparar para futuras fechas una salida de mayor envergadura. Después de tomar algo, y ya desde la pedanía de Belmez, nos acercamos a las ruinas del castillo, desde donde divisamos algún buitre en retirada y un numeroso bando de chovas piquirrojas. Todo ello, hasta que decayó la luz y se hizo la hora de volver.

El mayor goce y contemplación estaba reservado para la tercera jornada. Nos adentramos en la ruta hacia el Caño del Aguadero. Hay que tener paciencia, fondo y tiempo para ascenderlo. Pero es todo un regalo. Abre la ruta el famoso adelfal de Cuadros, "uno de los mayores en tamaño e importancia de la península Ibérica", según reza la publicidad institucional. Y todo hacia arriba es un espectáculo. En la cima, la borda señala la ubicación del abrevadero, resto patrimonial que nos han transmitido generaciones anteriores. El paisaje es inmejorable. En la subida y a la deseada hora de la comida, envuelve al senderista el aire limpio y fresco y el agradecido silencio, roto en escasas ocasiones por los leves balidos de los rebaños. Tomamos los prismáticos. En lo alto, bien enriscadas, grupitos de cabras hispánicas descansaban al sol sobre la desnuda piedra, o se enredaban en topetazos que resonaban en el bosquete, temiendo nosotros acaso estar demasiado cerca. Pero no, las distancias son mayores de lo que parecen a primera vista. Y eso también nos gustó: que los animales no estuvieran tan acostumbrados al hombre como en otros parques, que nos esquivaran manteniendo la prudente distancia, que se mostraran como lo que son, salvajes. Las ovejas, mansas, pacen aquí y allá, en ocasiones cruzándose al paso con las cabras montesas. Al roquedo del fondo, que se eleva como un pináculo, van llegando los buitres, que encuentran su acomodo en la piedra. Cerca de una treintena. Y un quebrantahuesos apareció de pronto, cruzando el cielo sin batir alas, directo como una flecha a su destino, cualquiera que fuese. El día es ventoso y nos quita el calor del rostro que, sin darnos cuenta, va adquiriendo un tono colorado. Al otro lado, sobrevolando el valle desde la vertiginosa caída, oímos y vimos fugazmente un águila real.

En el descenso descubrimos nuevos paisajes, extensiones de pino carrasco, una tierra rojiza, el relieve que se deshincha, y el poder contemplar de nuevo desde la distancia las encomiables cimas del macizo. En toda la ruta, algunos carteles informativos sirven de descanso, para tomar algo de aire o restaurar nuestros estómagos, y para saber dónde localizar las faldas del Cerro Carluco y su bosquete de cornicabras, que hay un pino salgareño aquí, un nevero allá arriba, o la explicación de un hermoso plegamiento.

Una escapada que nos ha servido para saber que aún existen lugares alejados del bullicio del turismo, descubrir un impactante territorio que desconocíamos y, a su vez, dejarnos ver por estas paredes, las cumbres, los bosques y el viento.

Cinco de las aves que pudimos ver en el macizo: buitres leonados, quebrantahuesos, gavilán hembra, aguilucho pálido y águila real (extractos de vídeo).

Arenaria alfacarensis Pamp., en vista normal y al detalle. Es un endemismo de las montañas béticas. Catalogada como 'Vulnerable'.

Mónica Rubio. Periodista y Bióloga.